La colección del Museo de Zaragoza aumenta con la incorporación a sus salas de tres nuevas pinturas, prácticamente desconocidas hasta ahora, que aportan riqueza y variedad a la oferta expositiva.
Se trata de tres pinturas de formato reducido pertenecientes al pincel de tres grandes pintores: los aragoneses Francisco de Goya, Francisco Bayeu y el madrileño Antonio González Velázquez.
Suponen un avance en el conocimiento de la pintura española de finales del siglo XVIII. Una de ellas abre el debate sobre las realizaciones más personales e íntimas que pintó Goya, al margen de los encargos oficiales, en las que el pintor muestra con libertad su creatividad.
Proceden de una familia zaragozana que no desea revelar su identidad y que ha decidido dejar estas tres obras en depósito en el Museo de Zaragoza para ser disfrutadas por todos los ciudadanos. Las tres obras han sido estudiadas por el experto en pintura del siglo XVIII, Dr. Arturo Ansón Navarro de cuyo examen se extraen los datos que siguen.
Esta pequeña pintura, prácticamente inédita, pues sólo se conocía por una imagen en blanco y negro tomada del fotógrafo Juan Mora Insa que apareció en el número monográfico dedicado a Goya en 1928 por la revista Aragón, del SIPA, con motivo de la conmemoración del Centenario de la muerte del pintor. Es la primera vez que se expone al público.
Hay la seguridad de que en 1928 la pintura Visión fantasmal formaba parte de la colección de los condes de Gabarda y estaba en su palacio de Zaragoza, situado en la plaza del Justicia, hoy es la sede del Colegio Notarial de Aragón. Las indagaciones del Dr. Ansón le llevan a establecer una vía que conduce hasta Juan Martín de Goicoechea (1732-1806), que poseía un lote de pinturas adquiridas a su amigo Francisco de Goya. A la muerte de Goicoechea esos “goyas” irían pasando en bloque a familiares suyos. En la segunda mitad del siglo XIX, el grupo de pinturas de Goya se fue repartiendo por herencia a diversos descendientes.
Este cuadrito es un boceto, o mejor un apunte, borrón o ligero esbozo en que el Goya quiso plasmar una idea fantástica, un sueño, un “capricho fantasmal”, que después el pintor podría concretar o desarrollar en un formato mayor y más detallado.
La escena acontece en un ambiente de nocturnidad y en un exterior. En el centro de ella un fantasma se aparece a una serie de figuras humanas que están apenas sugeridas en la parte inferior de la composición, en un primer plano. Es un ser demoníaco, del que el pintor sugirió ojos, nariz y boca, y dos cuernos que salen de su cabeza; va vestido con capa negruzca, y una larga cabellera le cae por los hombros. De los seres humanos, los bultos de cuatro figuras están definidos con cortas y empastadas pinceladas rosáceas que destacan sobre el fondo marrón oscuro que sugiere la oscuridad nocturna. En el extremo derecho de la composición, más próximas al espectador, se aprecia otras tres figuras humanas, algo más definidas en claroscuro; una está en pie, otra con el cuerpo inclinado hacia delante, y la tercera parece que está sentada o recostada sobre el suelo o una piedra. Las dos primeras parecen mujeres, vueltas de espaldas a los fantasmas, con los cuerpos recubiertos con mantos o sábanas blancas, no así la figura recostada, que apenas está definida. Algunas figuras más, en plano posterior a éstas, están solo sugeridas mediante un leve frotado con el pincel, y ya sin carga de pintura.
Esta Visión fantasmal, Arturo Ansón la considera obra autógrafa de Francisco de Goya, porque tiene los modos de pintar del pintor aragonés, y también responde a la temática fantástica o caprichosa que él plasmó en grabados y cuadros del periodo posterior a su grave enfermedad y su sordera, en los últimos años del siglo XVIII, entre 1797 y 1800, aproximadamente. Responde ya a una temática y una sensiblilidad en la que el espíritu de la Ilustración ya presenta rasgos prerrománticos, reflejando lo “sublime fantástico”, presente en algunas obras de Goya de esos años.
Ansón piensa que esta Visión fantasmal sería pintada en Zaragoza, en la primavera de 1801, que es cuando Goya estuvo en la capital aragonesa, para ver a su familia y amigos, y también para retocar uno de los cuadros que había pintado el año anterior para la iglesia de san Fernando de Torrero.
En 1776 emprendió Francisco Bayeu una de las mayores empresas decorativas que desarrolló a lo largo de su vida, ayudado por su hermano Ramón: once grandes pinturas al fresco en los muros del claustro de la catedral de Toledo. El encargo fue hecho al pintor por el arzobispo de Toledo, Francisco Antonio Lorenzana a través del rey Carlos III.
La pintura que aquí se presenta es un boceto acabado del Martirio de San Eugenio, preparatorio para la escena al fresco del mismo asunto que está en el muro del lado oriental del claustro de la catedral de Toledo. La obra es poco conocida, tan sólo por una fotografía en blanco y negro que sacada de una placa que se hizo hacia 1936-1937, cuando se incautó a su propietario, el marqués de Toca, y segunda por un pequeño catálogo de la exposición que sobre Los Bayeu organizada en Zaragoza, en 1968. Este boceto del Martirio de san Eugenio fue catalogado por Morales y Marín (1995, nº 103, pp. 100-101) sólo por la fotografía y la referencia de Oliván Baile en el pequeño catálogo de la citada exposición celebrada en Zaragoza en 1968.
La ejecución de este boceto es delicada, dentro de una sensibilidad inmersa en la tradición del rococó. Las figuras y celajes están pintados con una seguridad absoluta, con toques certeros y pinceladas cortas y llenas de pasta, que se aprecian y resaltan perfectamente a lo largo de la superficie del cuadro, por ejemplo, en los ropajes episcopales del San Eugenio, sobre el suelo y la primera grada de la escalinata; en los ropajes y cuerpos de las dos mujeres de la zona inferior izquierda de la gran composición; o en las sutilezas de las carnaciones y ropajes de los seres angelicales y celajes del rompimiento de Gloria. Francisco Bayeu, como era habitual en él, solo introdujo en la pintura al fresco pequeñísimas modificaciones.
Esta pintura inédita de San Lucas (29,7 x 31,2 cm) es el boceto que el pintor madrileño Antonio González Velázquez (Madrid, 1723-1794) hizo como preparatorio para la pintura mural al fresco de una de las pechinas de la cúpula de la iglesia de los santos Justo y Pastor de Madrid, actual basílica pontificia de San Miguel, sede del arzobispado castrense. Antonio González Velázquez realizó la decoración de la cúpula de dicha iglesia hacia 1760.
Este boceto de “San Lucas” fue plasmado por Antonio González Velázquez con bastante fidelidad en el fresco sobre la pechina. El evangelista, sobre un fondo ocre oscuro y con un fuerte claroscuro, aparece sentado en peñasco y sobre una nube, en posición de tres cuartos girado hacia la izquierda, y con la cabeza de frente, en visión “sotto in sú”, teniendo en cuenta que la figura sería contemplada desde abajo y a distancia. Mira hacia arriba, en dirección a la Gloria de la parte superior de la cúpula, donde aparece Dios Padre y el Espíritu Santo, con una corte de ángeles mancebos que glorifican a los santos niños martirizados en la ciudad de Complutum (Alcalá de Henares).
En esta obra, Antonio González Velázquez demostró su indudable calidad pictórica, dentro de la sensibilidad rococó, asociada a la herencia de la mejor pintura del pleno barroco decorativo, que supo interpretar con personalidad, y en unos años en que ya estaba ocupando un puesto relevante en el panorama de la pintura española de mediados del siglo XVIII.