Una restauración arqueológica del siglo XIX

En los fondos del Museo de Zaragoza figura un recipiente de cerámica que tiene la particularidad de haber sido intervenido a finales del siglo XIX. En concreto se trata de un ánfora del tipo Dressel I que contuvo vino itálico en el siglo I a. C. No conservamos datos ciertos de su procedencia, pero todo parece indicar que fue hallada en el cabezo de Alcalá de Azaila, durante las excavaciones de Gil Gil y Gil entre 1868 y 1872. En una foto del estado de los fondos del museo, cuando estuvo arrumbado en el Colegio Preparatorio Militar desde 1894 a 1908, se ve la pieza en cuestión flanqueada por materiales de Azaila, entre otras cosas. Con posterioridad a esta foto y antes de 1974, el ánfora perdió parte del cuello, las asas y la boca.

El ánfora en en el museo, instalado en el Escuela Militar Preparatoria

Traemos a la web esta vasija porque dentro de la sistemática revisión que se está haciendo de los fondos arqueológicos antiguos, nos ha llamado la  atención la técnica utilizada para su reintegración, labor característica de las intervenciones decimonónicas y creemos que merece la pena detenernos en ella como ejemplo de la forma de trabajar en el pasado.

El ánfora

Nos encontramos ante un contenedor que fue cosido con grapas o lañas para conseguir la unión de sus fragmentos y su consiguiente recuperación volumétrica. La utilización de la laña como elemento de pegado en la reparación de los materiales cerámicos constituye un procedimiento muy extendido a lo largo de la Historia, hasta bien entrado el siglo XX.

Sin embargo, es en el siglo XIX cuando su uso se incrementa de manera significativa en la restauración de las cerámicas de las colecciones arqueológicas que  empiezan a ser consideradas objetos de gran valor en el mercado de antigüedades.

La reparación de un recipiente cerámico se iniciaba con la colocación de los fragmentos a unir y la inmovilidad de los mismos con fibras naturales relacionadas con la cordelería. Continuaba con el agujereado de la pasta cerámica en cada parte de la rotura con un taladro manual, generalmente de arco, sin traspasar totalmente su grosor. Seguía con la elaboración de la laña propiamente dicha a parir de una varilla de hierro y el doblado de sus extremos (patillas) que eran introducidos en las dos cavidades previamente agujereadas. Las herramientas  apropiadas para cortar la grapa y dar forma  a las patillas eran las tenazas o alicates y para introducirlas en los agujeros, el martillo. La reparación finalizaba con la incorporación de un material de relleno, generalmente aglutinado con sustancias naturales (resinas, colas, ceras), que evitaban el movimiento de las lañas y aseguraban su fijación. Dichos morteros una vez secos conferían al cosido dureza y durabilidad.

Detalle del lañado

La aplicación de esta técnica corría a cargo del lañador, artesano ambulante que reparaba recipientes de barro de múltiples usos que habían dejado de tener su función para convertirse en meros cacharros rotos.

La técnica del lañado en los fondos de los museos responde a la necesidad que hubo de restaurar las cerámicas antiguas para devolverles su aspecto original y ocultar todo tipo de alteraciones. Ya no se trataba  de reparar el material cerámico para que recuperara su función como antes, sino para ser expuesto y admirado como objeto de gran valor.

Detalle de la reintegración

El lañado constituye, por lo tanto, un tipo de pegado que se ha empleado hasta muy entrado el siglo XX y que pasa  a formar parte del elenco de tratamientos que a lo largo de la historia se han aplicado a los materiales cerámicos arqueológicos. La pieza del Museo de Zaragoza que hoy nos ocupa es un excelente testimonio de un tratamiento ya obsoleto que entra a formar parte de la Historia de la conservación-restauración de bienes culturales.

  

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